Que, a estas alturas, alguien intente no sólo llevar la contraria el discurso de Carlos Boyero sino su actitud (escrita y crítica) deviene en algo perezoso e insustancial. Y lo es porque, primero, es un superviviente de una estirpe de
espíritu crítico que, nos guste más o menos, tiende a desaparecer. Y lo hará, dejando aquí una crítica que peca, mucha de las veces, de demasiado académica y poco arriesgada; defendiendo (por poner un ejemplo reincidente)
cinematografías que, como saben los que le siguen, Boyero detesta: la oriental, iraní, «el nuevo
cine coreano»;…, bajo la defensa de valores de un «cine invisible y arriesgado»; palabras que las
más de las veces se utilizan para defender lo indefendible, con la premisa perenne de «cine comprometido» . Un cine que, por otro lado, no deja de tener trabajos interesantes; pero igual el tema es que en el cine actual no sirve generalizar, sino avanzar en términos de análisis pormenorizados entre un mensaje y la sintaxis del mismo en un momento determinado de nuestra sociedad. Quizás, de esta manera, la crítica ganaría en profundidad. Tendiendo a minimizar los conceptos y analizando el «aquí y ahora» Igual así se llegaría a generar un acercamiento mucho más próximo entre el público en general y la crítica especializada. Y, sobre todo, un discurso mucho más cercano y accesible. Dejando de lado el hecho de que algunas de las cinematografías son lejanas no sólo por el hecho de su mínimo recorrido comercial, sino por un modo muy complicado para ser captadas por todo tipo de público. No es lo mismo, lo considerado por unos, como «obra maestra» una película de Billy
Wilder, que otros pongan al mismo nivel otra de Pedro Costa. Y no porque a éste último no lo conozcan salvo en Festivales de Cine, sino porque su mensaje, en términos de forma, es muy diferente. Pero éste, mejor, sería un discurso para sentarse a la mesa de los sabios de Cahiers Du Cinema y compañía. Recuerdo que hace años escribí, varias veces, en el chat de El País a Carlos Boyero. Le pregunté por un director que ambos consideramos une soberano plasta, que nombra en el documental. El señor Apichatpong, de apellido que ningún corrector de google puede solucionar. Me hacían gracia sus respuestas, y lo seguía con renovado interés cada semana. Lo añoro, no por el chat en sí, sino porque vivía un tiempo de cine pasado mucho mejor y de mejor calidad crítica. O eso me parecía. Se estrenaban «Ed Wood», «Secretos y mentiras» , lo mejor de Ken Loach, de Haneke, de los Coen, Polanski ó la revolución Dogma encabezada por el ahora
insufrible Lars Von Trier. Bjôrk le mandaba al carajo y después volvías al cine a ver lo último de Scorsese ó Paul
Thomas Anderson, que estrenaba una soberbia «Magnolia» y te recordaba a aquella otra sublime «Vidas Cruzadas». Esperaba ansioso el Festival de Cannes para leer la extraordinaria redacción de Ángel Fernández Santos, una persona que merece un documental donde se estudiara la evolución del cine y la crítica en España. Porque eso es lo que echo de menos en este documental. La oportunidad, perdida, de preguntar a Boyero por
cómo se vivía esa crítica, cómo se gestaba y discurría atravesando baches políticos y saltando la valla de la democracia, cómo sobrevivía…, en definitiva, ¿Cómo era?, y lo más preocupante: ¿Cómo será la crítica de ahora en adelante, en un cine tocado por los canales de streaming y la cada vez menos cantidad de estrenos potentes
en la cartelera? Sólo Marvel, desgraciadamente, lo sabe.
Desde hace tiempo, será la edad (o no), con Carlos Boyero ,_y lo apunto con carño_, me pasa lo mismo que con Woody Allen: sé lo que me van a contar antes de contar nada. Boyero no pierde la oportunidad de repetir, en sus críticas, lo buenas que son «The Wire», «Los
Soprano», «El apartamento» y la primera y segunda partes de «El Padrino.» En este sentido, me parece más lúcida, y con su madurez a cuestas, la visión crítica de otro tipo que me parece genial y también echaré de menos, espero que más tarde que pronto: Oti Rodríguez Marchante, único,-que yo sepa-, de su grupo (junto con Carlos F.
Heredero) de los todavía visitantes de Cannes. Respecto a los artículos de Boyero, a propósito de sus temas recurrentes, le doy la razón, en cierta medida, a la realizadora Icíar Bollaín en sus declaraciones del documental, cuando apunta que, cuando Boyero trataba alguna de sus películas hacía referencia a lo poco que le había gustado alguna de las anteriores: «Pero, ¡qué necesidad!» , afirmaba la directora. Esto siempre ha formado parte de la
opinión acerca del protagonista: o te gusta o no. Y no hay otra. Boyero, en sus artículos, siempre ha hecho referencia al pasado: como tiempo perdido. En el documental, con melancolía de una familia perdida y sus amigos, lo único que le ha quedado y quedará en sus últimos días. Es un trabajo que, insisto, a falta de un espíritu
de contextualización, es sólo para seguidores del personaje. Por ello, aunque se invitó a Almodóvar a aparecer, la productora declinó la oferta, tras una sonora discusión hace ya años y que Boyero zanjó con algo así como «esta
discusión no me interesa lo más mínimo y no quiero perder el tiempo con este tipo». En líneas generales, no deja de ser un documento donde se deja ver cierta parte del trabajo de un sector periodístico. Porque hoy, como apuntan otros críticos de menos renombre, nunca han ido a los mejores hoteles de Cannes ó al Hotel de Londres en Donosti con vistas al mar, cuando visitan los festivales como acreditados. También es cierto que en estos últimos años, ha crecido de tal manera la cantidad de señores/as jóvenes cuyo máximo interés es llevar colgada la acreditación al cuello por toda la ciudad festivalera, (youtubers, influencers, blogeros y demás colegas del oportunismo), que los festivales optaron por el pago obligatorio de una cuota para acceder a los pases de prensa. Y esto acaba afectando a la crítica especializada. Pero eso daría para un documental diferente. Yo he sido, y soy, un defensor de Boyero. Es un tipo que siempre me ha caído bien. Le recuerdo sentado en tercera ó cuarta fila en el Kursaal de Donosti. Nunca en la mitad de la fila, sino en un extremo; por si le aburría la película, miraba el
reloj, se levantaba tranquilamente y se piraba. Normalmente sin compañía. Como sus opiniones. Sin contar con nada ni con nadie. Creo que es un tipo que, en general, ha navegado en solitario. Y al que invitaría a un pintxo de tortilla en Sylkar, si es que lo sigue frecuentando.