Léo Lauzon hoy sería muy mayor para seguir soñando. Pero nos dejó acompañarle, en su día, para sentir su soledad y el deseo de felicidad que anhelaba de una ventana a otra del patio de su casa. El miedo, la enfermedad y una familia abocada a la amargura le obligan a encerrarse en su baúl de recuerdos, enterrado como un tesoro en el fondo del mar. Y sus temores abrigados entre los músculos de su hermano. Leyendo a escondidas con la luz de una nevera. Abrigándose del frío que supone huir de una madurez incierta. Buscando la libertad en el «domador de palabras» y convirtiéndose en Léolo Lozone. Porque Italia es demasiado bonita para pertenecer sólo a los italianos. Porque sueño, yo no lo estoy.
Léolo ve incapaz que el mundo que le rodea le abra las puertas a la fortuna. Por eso, se encierra en la inmediatez de sus fantasías. Su infancia ficticia está poblada por los miembros de su familia. La real, por el amor hacia su vecina Bianca. El resto no existe para él. Y se expresa con sus palabras y sus delirios. Porque sueño, yo no lo estoy. «Léolo» fue la segunda película de su realizador (Jean-Claude Lauzon), que falleció pocos años después en un accidente de aviación, aumentando la leyenda sobre la película y empapándola de un relato semi-autobiográfico (el apellido del director y el protagonista), que permanece hasta hoy. Su guión, adaptación libre de la novela » L’Avalée des avalés» (El valle de los avasallados), fue la primera obra publicada del escritor quebequense Réjean Ducharme.
La obra se reestrena, restaurada, para delirio de los amantes del cine áspero, cautivador y atemporal; aunque, es de suponer, que con un número no muy extenso de copias.
La película, que fue estrenada en el Festival de Cannes de 1992, luchó con directores de la talla de David Lynch, Bille August (que ganó), Victor Erice, James Ivory y/ó Robert Altman. Fue también el año de «Instinto básico». Ante tal tsunami de realizadores de altura, la película pasó injustamente desapercibida. Pero, pocos meses después, la Seminci de Valladolid reconoció sus virtudes.
«Leólo» es, en definitiva, una película cuya magia (desbordante de melancólica imaginación) atraviesa la «obra de culto» para grabarse a fuego en la memoria del «cine con magia». Como si a Fellini le hubieran encargado exprimir los sueños de su niñez y hacerlos eternos.
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