Martina sin calcetines. Capítulo 1

1. De zorras y montañas rusas.

Dicen las malas lenguas que soy una zorra. Dicen que tengo rodillas de acero, que de otra manera no podrían aguantar tanto roce con el suelo. Dicen muchas cosas inventadas alrededor de cruces en la escalera, voces demasiado sonoras que han atravesado salvajemente las paredes en noches de alteración. Dicen tantas cosas que, a lo largo de estos días, me he ido creyendo alguna.

Soy una zorra. Todas las mujeres somos zorras a ojos de alguna otra mujer. Es algo que he ido aprendiendo a lo largo de los años. Digo a mi favor que soy una zorra con motivos y una zorra joven. Las zorras jóvenes nos diferenciamos de las no tan jóvenes en que lo que hacemos dentro de nuestro zorrismo a veces es involuntario. Ser zorra joven es involuntario, de hecho. Podemos decir que nos falta experiencia en la vida (claro), que las que aún vivimos por debajo de la treintena estamos todavía en ese huracán de experiencias que es la post-adolescencia tardía (muy, muy tardía). Excusas que nos damos cuando estamos solas, que es cuando realmente nos encontramos con nosotras mismas. Al menos es lo que a mí me ocurre. Cuando me quedo sola trato de mantener un diálogo con mi yo crítico. Bueno, realmente eso lo intento cuando me quedo sola y además ni tengo sueño, ni alcohol en sangre, ni estoy cansada, ni estoy tensa. Esto no ocurre muy a menudo, según mi madre. Mi santa madre. Mi santa madre ha sido zorra como lo soy yo, o como dicen que lo soy. Es inevitable, todas lo somos en algún momento, aunque no sea nuestra intención.

Mi santa madre dice que soy un poco montaña rusa. Ella no es muy, por no decir nada en absoluto, fan de las atracciones de ese tipo, así que puedo afirmar con todas las de la ley que me lo dice en base a suposiciones creadas desde el suelo, no desde la vagoneta. Según ella, me despierto, acelero, subo, subo, subo, subo, subo, sigo subiendo, tengo un pequeño lapso de calma y bajo, bajo, bajo, bajo, y subo, y subo, y giro, y bajo, y bajo, y bajo, y subo, y subo. Y cuando me canso de dar vueltas, paro. Y vuelvo a empezar. Hasta que paro, y duermo. Y despierto, y otra vez a subir y bajar. No ganaría para pastillas contra el mareo. Mi madre me dice “Martina, hija, frena un poco, que un día te va a pasar algo con tanto acelere”. Resoplo, me río, la abrazo y acelero. Cuánta razón podía tene. Zorra experimentada.

El sobre encima de la mesa contenía una nota breve, concisa. Sin faltas de ortografía, muy bien redactada. Un estilazo. Un cuidado estilístico. Una masculinidad. Una contundencia. Un placer de lectura, vamos. La nota, en un puto papel adhesivo azul comprado en el híper asiático por blocs de 100. La nota decía:

“Sé lo que has hecho. Me voy de casa hasta que me comuniques que te has marchado tú. No intentes contactarme, por favor. Te quiero, pero ahora mismo te odio más que a nada o nadie. Carlos.”

Olé por ti, Martina. Un gran aplauso. El público en pie. ¿Qué coño haces ahora, cuando tienes esa nota en las manos, que no paran de temblar? Si eres una zorra con elegancia, como tú lo eres, asumes tus acciones, sus consecuencias y haces lo correcto, que en este caso es llamar a tu madre, llorarle desde lo alto de la montaña rusa que es tu puta vida, decirle que con 28 años tu existencia no tiene sentido desde ese momento porque eres una tía desordenada de mente, una niñata malcriada que se ha dejado llevar por los deseos de sus hormonas endiabladas. Eres una jodida cría que necesita una limpia mental. Eres una jovenzuela recién abandonada por el hombre que iba a darte toda su felicidad, que tú has rechazado con todo el poderío de tu chocho. Por cierto, tu chocho necesita un poco de arreglo, que lo llevas amazónico. Eso no se lo dices a tu madre, pero le pides que, por favor, vaya quitando los paquetes de 6 briks de leche de encima de tu cama, porque esta noche duermes allí. Lloras y lloras. Cuelgas, coges el bolso y sales de tu casa, y te conviertes en un bicho malo. Caminas, vas en metro, con las gafas de sol, por supuesto, que aunque sean las 9 de la noche tus ojos nos van a soportar la luz de los florescentes. Llegas a casa de tus padres, tu casa, el nido en el que has crecido, donde has hecho tus primeras maldades, donde has estudiado y has hincado codos, donde has peleado por esos primeros rollos, y por el último, el actual, o no, lo que sea.

Mamá, Carlos me ha dejado y, lo peor de todo, con los motivos más justos que podía tener. Mamá, vuelvo a casa y voy a traer muchas cosas. Mamá, vuelvo al pasado y ahora sí soy una montaña rusa, la más alta del parque. Mamá, me he pasado de zorra.

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