La décimoprimera temporada de la serie norteamericana «Shameless», que comenzó a emitirse en enero de 2011 y bajo la referencia de su original británica, también con once temporadas (que finalizó en 2013), se despide marcando, sino un hito en unos tiempos señalados por la inmediatez y el atracón mediático, igualmente, por una moda que parece seguir el camino de series más cortas o, incluso, miniseries; estrenándose en plataformas que anuncian sus éxitos para minimizar la competencia y ganarse su hueco en la parrilla de salida. «Shameless», lógicamente, con temporadas irregulares ha sido, sin embargo, una serie que ha transmitido los usos, costumbres, ideologías, deseos y denuncias de un mundo, a veces a la deriva, pero siempre con un final inequívoco: que el espíritu de supervivencia del ciudadano medio, a pesar de las trabas que le imponga cualquier gobierno (atención a la dura crítica en contra del sistema sanitario norteamericano), o el sentimiento racista y que tenga que ver en contra de la libertad sexual, puede con eso y mucho más. «Shameless» lo exagera todo: las personalidades de sus protagonistas, las situaciones, las reglas y las definiciones; y el resultado de multiplicar el sexo y la desvergüenza no es más que la libertad individual. Tras la primera temporada (hemos crecido todos viéndola y han pasado muchas cosas, quizás demasiadas), el efecto sorpresa fue impactante, por su corrosivo humor negro y ese ritmo caótico de escenas llevadas al límite del descaro. Ese «aquí todo vale» era su mayor potencial para enganchar a una audiencia liberada de prejuicios y con la sana intención de no seguir los pasos de ninguno de sus personajes, aunque más de una vez nos hubiese gustado hacerlo.
Por supuesto, a lo largo de estos años, se han quedado rostros por el camino. El primero fue ese gran personaje creado por Joan Cusack, como ama de casa agorafóbica, atada a esa relación tan tóxica como desternillante con Frank Gallagher. Poco a poco iríamos viendo como los hijos actúan de padres, enfrentándose a un «nos puede pasar a todos, más o menos», creyéndonos inmersos en ese pequeño mundo donde la amistad y la familia sobrevivían a la falta de humildad del etorno. Ha jugado con la importante baza de unos actores soberbios: esos vecinos impagables, y unos secundarios, las más de las veces, brillantes. De ahí, las múltiples posibilidades de enlazar diferentes circunstancias. Y nunca ha utilizado el «flasback», sino que la narración ha querido siempre reflejar el presente y la actualidad; véase que en su última temporada los personajes llevan mascarillas y se trata la pandemia como una situación más. La cámara jugaba siempre en primeros planos o, planos medios, acentuando la realidad, el rostro enfadado o las discusiones. Esa cámara éramos nosotros, testigos y lectores de unos mensajes universales. No han existido barreras para la diferencia de raza, la libertad sexual, la religión ó la educación. Igual no entrabas en ese mundo de «hacer lo que me venga en gana», o te creías que las miles de cosas que le han pasado a los Gallagher no te podían pasar a tí.
Yo, y seguro que muchos más, cuando termine esta última temporada, echaré de menos a esta familia disfuncional; irreal, anárquica, descerebrada y genial. Porque, a pesar de todo, han conseguido construir un universo paralelo en su mundo, que es el nuestro, a golpe de insolencia y libertad. Y todo con el adorno de una sonrisa maliciosa en cada plano. No ha sido poco lo que han conseguido los Gallagher.
Es una pena que acabe esta serie. Todos hemos crecido con ella y nos quedaremos un poco huérfanos tras su final.
Es verdad que nunca han mostrado el pasado y siempre miran hacía el futuro con optimismo y realidad. Ni siquiera el coronavirus ha podido con ellos…