Catherine Deneuve, la gran dama del cine francés, acaba de cumplir 80 años. Y tuvo el honor, no sé si gracias a ella o por ella (o de cualquiera de las maneras posibles), de aparecer en «Las señoritas de Rochefort» (1967). Porque, para muchos y otros no, será la actriz que apareció en películas de Polanski, Buñuel, Oliveira, Techiné o Lars Von Trier, entre otros muchos. Y porque, además, era protagonista de este cuento maravilloso, lleno de color, música, amor, azar y rimas. Tantas como aciertan a descubrir y enlazar esa cosa que se llama magia con audacia. Y así (sin parar), con un ritmo que no decae sino que sigue envolviéndote de encanto «naif» que sabe a coquetería, llegar a lo que nos regala la maestría y la sabiduría de lo que encantaría; por un deseo y anhelo nada etéreo.
Las rimas se quedan ahí. En la memoria. En el verso, el atractivo y persuasivo rostro de Gene Kelly. Que baila suave, enamorado. Y abraza el aire con sus pasos. Mientras tanto, otros personajes bailan a su alrededor. Y hay una plaza en el pueblo. Y en ella un bar. A la plaza llegan unos feriantes. Y se sucede la música y los cuerpos bailan y cantan. Por la vida y el amor. O por las casualidades de la vida y lo súbito del amor. Y el cuento acaba. Como todo y como todo, tiene que acabar.
Lo importante de lo que acaba y te deja ese recuerdo imborrable es que ha existido. Que comenzó una vez, cuando lo viste. Busquen ese momento. Por primera vez o varias veces. Es lo que tienen las obras que no envejecen nunca. No dejen que su memoria deje de bailar y cantar. Abandónense a la película más maravillosa, feliz y brillante que hayan visto nunca. Y que la rima, por una vez, pueda hacerse entre fin y hasta siempre.
Un cuento donde todo es felicidad y todo es perfecto. De los 120 minutos más bonitos de nuestras vidas.
Gracias, Ángel, por descubrirnos esta delicia…