El realizador finlandés de 65 años, Aki Kaurismaki, que hace unos años afirmó que no iba a hacer peli alguna, (porque no le venía en gana, no le apetecía en el momento que se lo preguntaban ó se levantó ese día con el mismo pie que Hayao Miyazaki), acaba de realizar su último trabajo («Dead Leaves») que, parece ser, se presentará en el próximo Festival de Cannes.
Máximo exponente del «bressoniano mundo de los desheredados», Kaurismaki tiene en su poder (insisto, seguro que a él todo esto le importa un pimiento), algunas de las películas más sorprendentes, cautivadoras por su aparente sencillez, y recordables de los últimos años. Su mundo, poblado de seres que articulan monosílabos, apenas levantan una ceja sin permiso de la otra y cuyos brazos y piernas les sirven para perfilar sus cuerpos poco más allá de sus sombras, lo constituyen historias de amor gélido, aparentemente atemporal y siempre en comunión con un mundo que Edward Hopper pintaría, sin dudarlo, en pantalla grande. A veces un blanco y negro de soledad y abandono («La vida de Bohemia») o unos colores pastel que dibujan una Europa a la deriva (» El Havre»), Kaurismaki se ha hecho un hermoso hueco en y para el cine reciente; sobre todo, con una obra maestra incontestable, «Un hombre sin pasado», que dirigió en 2002. El humor como contrapunto de un «crimen y castigo» en el rostro de su musa, una Kati Outinen para esa genialidad titulada «La chica de la fábrica de cerillas»; sin la cual su cine tendría otro significado. Planos prácticamente vacíos, donde los personajes aparecen casi por azar, en un tiempo que parece no correr sino fundir la historia de sus protagonistas en momentos que pueden o no ser decisivos, a la espera de un futuro que puede, o no, ser mejor.
Y esa duda, esos interrogantes, acompañados por una música de rock que parece desfasado, de una cultura de diseño ficticio, heredado del «film noir» norteamericano y de la estética del primer Jim Jarmusch, pueblan sus imágenes en una «estética de autor» depurada. La apropiación de las influencias las distorsiona Kaurismaki en un espíritu propio, más cercano a la herencia cultural de su origen que a la vampirización de directores ajenos. Por todo ello, no podemos alegrarnos más y mejor por la vuelta de este maestro que nunca quiso serlo. De un señor que dibuja como nadie en los límites de una pantalla el otro lado de la esperanza.