A veces, justo en el momento en el que voy a caer dormido y mi mente se dedica a viajar en el tiempo, los veranos de mi infancia se alzan como un mágico y colorido escenario. Era una época en la que las risas y las travesuras llenaban cada día de sol, y las preocupaciones eran un concepto ajeno a nuestra inocente existencia. Las vacaciones se presentaban como un capítulo interminable de una novela de aventuras, donde cada día era una nueva oportunidad para explorar, descubrir y disfrutar.
El sol nos acariciaba con un cálido abrazo mientras íbamos de aquí para allá, sin más preocupación que la de decidir entre saltar en la piscina o sumergirnos en las olas del mar. Las horas parecían eternas y el tiempo se diluía entre juegos y amigos, como si el verano fuera una dimensión paralela donde la magia y la diversión reinaban.
Los helados eran nuestro manjar favorito, y no existía tal cosa como «demasiado helado». Nos entregábamos a su dulce tentación sin pensar en las calorías o en el mañana, deleitándonos en cada sorbo y sin prisas para llegar al último bocado.
Las noches de verano eran como un lienzo estrellado, llenas de sueños y secretos compartidos en complicidad con la luna. Los cuentos de hadas parecían cobrar vida, y nuestras imaginaciones volaban libres mientras nos entregábamos al misterio de la noche.
Las escapadas familiares eran una odisea fascinante, una oportunidad de conocer nuevos lugares y vivir emocionantes peripecias. Pero incluso cuando los planes no salían como esperábamos, la compañía y el amor de la familia lo convertían todo en una aventura digna de ser recordada.
Y así, el verano avanzaba como un suave susurro, dejando en nuestro corazón la promesa de un mañana lleno de risas y sueños. Pero el tiempo, implacable, siguió su curso y nos llevó a otra etapa de la vida.
Hoy, los veranos han cambiado y con ellos nosotros también hemos evolucionado. Las responsabilidades y el ritmo acelerado de la vida adulta nos reclaman atención y tiempo. Las arrugas en nuestros rostros son testigos mudos del paso de los años.
Pero aún en esta nueva realidad, la magia del verano no se ha desvanecido por completo. Ahora, nos deleitamos con series y películas desde la comodidad de un sofá, disfrutando de historias que nos trasladan a mundos lejanos y nos hacen sentir como niños otra vez.
Y aunque ya no somos los mismos, en lo más profundo de nuestro ser, la esencia de aquellos veranos de ensueño sigue latente. La brisa del pasado nos acaricia con nostalgia y nos devuelve a los días de alegría y libertad. Es entonces cuando una sonrisa se dibuja en nuestro rostro, y sabemos que, a pesar del tiempo, la magia del verano siempre vivirá en nosotros.
Exacto. La magia del verano.
Gracias por este viaje al pasado con tu texto. Realmente los veranos de la infancia son los mejores….
Mira por donde, me has hecho recordar que antes no odiaba el verano como lo odio ahora…