Habíamos quedado por fin nueve amigos y yo en una conocida terraza del otro lado del río para cenar y, sobre todo, para vernos en persona y obtener algo de calor humano tras tantas semanas sin apenas relacionarnos físicamente.
Además se dio el caso de que algunos de los que coincidimos esa noche fuimos los últimos en vernos en similares circunstancias el sábado anterior al comienzo de esta pesadilla. No podíamos ser mas de diez personas y costó un poco cerrar el grupo.
Fuimos llegando más o menos puntuales a la mesa reservada y se hizo raro. Al principio no nos quitamos las mascarillas, no sabíamos cómo saludarnos. Torpes ademanes de abrazos, ganas de besos y una pequeña crispación en las miradas tras los embozos porque somos de eso: besos, abrazos y caricias.
Poco a poco nos fuimos relajando. Evidentemente nos quitamos las caretas para comer, beber y charlar. Compartimos las experiencias de estos días con cierto atropello al hablar, era tanta la necesidad que casi nos robábamos las frases entre nosotros. Hablamos del presente inquietante y del futuro próximo, tratando de hacer planes con cierta desazón por la incertidumbre ante lo que nos espera todavía. Pero finalmente las risas fueron saliendo a flote mientras pasaban las horas, las viandas y las bebidas llenándolo todo de alegría.
Llegó el momento de marchar, pagamos la cuenta, nos levantamos y fuimos organizándonos para ir cada uno a su casa. Ya pasaba la medianoche y las calles comenzaban a estar desiertas. Las despedidas de nuevo fueron algo desabridas y en nuestros ojos volvía a brillar esa necesidad de contacto. Mal que bien nos fuimos diciendo hasta pronto dándonos toques con los codos y cada uno emprendió su camino. Yo no bebí apenas y decidí tomar una moto eléctrica de alquiler porque aún no me atrevo a utilizar el transporte público y, además, tenía ganas de cruzar el centro de Madrid. Necesitaba esa experiencia.
Me coloqué toda la parafernalia: mi pañuelo (con calaveras) para montar en moto en la cabeza, las gafas, el casco, la mascarilla bien ajustada y los guantes. Arranqué y tomé la calle Toledo hacia el centro. Según subía hacia la Plaza Mayor la soledad me iba engullendo: ningún establecimiento abierto, apenas un par de rótulos luminosos encendidos, escaparates con la persiana cerrada o en la más absoluta oscuridad. Tan solo un coche y dos motos más me acompañaban; en los semáforos cerrados nos mirábamos desde el interior de nuestros cascos con ese punto de miedo en los ojos. Por alguna calle que otra se veían los reflejos azules de los coches de policía, cosa que aumentaba la intranquilidad.
Llegué a la Plaza de Segovia y tomé la Calle Concepción Jerónima hacia Atocha: ni un alma. Las motos eléctricas son silenciosas y la total ausencia de bullicio era aún más atronadora que el propio vacío de las calles. Soy madrileño de nacimiento, he vivido en La Villa toda mi existencia y jamás he visto una desolación tan impresionante. Entré en Tirso de Molina y la oscuridad se hizo aún más espesa: no había absolutamente nadie en esa plaza que es un hervidero a cualquier hora. Me recorría una especie de corriente estática por la espalda y aceleré hasta entrar a la Calle Atocha por La Magdalena y Antón Martín para enfilar hacia la Glorieta de Carlos V. La iluminación más potente aumentaba el sentimiento de vacío, algo en el aire me iba advirtiendo de que no debía estar ahí.
Di la vuelta a la Fuente de la Alcachofa para tomar el Paseo del Prado y Recoletos. La arboleda que opacaba la luz de las farolas se convirtió en un bosque casi hostil. La temperatura bajó de repente por la proximidad del Real Jardín Botánico y eso me llenó de escalofríos. La oscuridad se iba apoderando de mi estado de ánimo.
Llegué a Neptuno y la visión del dios a oscuras con la mole del Hotel Palace inerte me sobrecogió aún más. No había apenas circulación y los semáforos se iban poniendo en verde según llegaba a ellos. Continué hacia Castellana evitando mirar por los retrovisores como si me persiguiera el Jinete sin Cabeza y, por fin, llegué a San Juan de La Cruz para subir por Ríos Rosas.
La sensación de apremio no se calmaba y los semáforos continuaban abriéndose a mi paso. No solté el acelerador ni un momento y llegué a cruce de Bravo Murillo como si me fuera la vida en ello. Todo seguía desierto y en silencio. Recorrer la Avenida de Pablo Iglesias, junto a las verjas del Parque de Santander, fue otro trayecto que me hizo pensar en los abismos del Infierno de Dante pero, por fin llegué, a mi zona de influencia. En tres minutos habia aparcado, me quité todo y abría el portal de mi casa con la respiración entrecortada.
Subí las escaleras de dos en dos, cerré la puerta tras de mí y me quedé sentado a oscuras, con lágrimas en los ojos, pensando lo profundamente que me han afectado estas circunstancias, preguntándome sin voz como habíamos podido llegar a este punto en pleno siglo XXI y con la certeza de que nada volverá a ser como lo habíamos conocido. Las generaciones que hayan vivido esta situación quedarán marcadas para el resto de sus vidas y contarán esto a sus descendientes que, por supuesto, no lo tendrán demasiado en cuenta como nosotros hicimos con las experiencias relatadas por nuestros mayores.
Pero una cosa sí tengo clara, no me voy a hundir. De esto vamos a salir y lo haremos entre nosotros: la familia y los amigos. Poco más podemos esperar.
A vivir, amigos, os estoy esperando.
Fotos: Maria Silvera y Paul David Berry